La Navidad, tal como la conocemos hoy, no es una celebración inocente. Detrás de los brillos y la alegría, se esconde un aparato ideológico que sirve para justificar las desigualdades y maquillar un sistema que se sostiene sobre el dolor ajeno. Lejos de ser un tiempo de paz, amor y unión, la Navidad moderna es una gran fábrica de ilusión que empuja a los pueblos a consumir, endeudarse y competir por demostrar afecto con objetos.
El origen de esta festividad se remonta a un mensaje profundamente subversivo y social, protagonizado por un niño nacido fuera del lujo, que creció denunciando a los hipócritas y poniéndose del lado de los más humildes. Sin embargo, el sistema se apropió de ese mensaje, lo volvió dulce, inofensivo y sentimental, vaciándolo de su contenido revolucionario y llenándolo de mercancías.
Una Navidad verdaderamente humana y cristiana no puede convivir con la explotación, el hambre, la desigualdad obscena y el cinismo de los poderosos. La tarea de los pueblos no es adornar el árbol, sino derribar el tronco de la injusticia. La auténtica luz no está en las bombillas de colores, sino en la dignidad de los pueblos que deciden levantarse.
Este llamado a la conciencia nos invita a transformar la Navidad en una jornada de solidaridad activa, de organización popular y de compromiso moral con los olvidados de la tierra. Solo así podremos recuperar el verdadero sentido de esta celebración, más allá del engaño y la manipulación.
