Las últimas cifras de la Superintendencia de Seguridad Social revelan una preocupante realidad en Chile: durante los primeros ocho meses de 2022, el 13% de las licencias médicas asociadas a problemas de salud mental fueron rechazadas. Aunque parezca un incremento menor frente al 12,5% del periodo anterior, detrás de ese número hay personas que enfrentan un malestar real y cuya necesidad de cuidado no está siendo reconocida.
Lo más alarmante es la persistente brecha de género. En ese corto periodo, se emitieron más de 1,5 millones de licencias por trastornos de salud mental, de las cuales más de un millón fueron otorgadas a mujeres. Esta no es una cifra aislada, sino el reflejo de un fenómeno estructural que arrastramos desde hace décadas: la sobrecarga invisible que recae sobre las mujeres, quienes además de su trabajo remunerado, asumen las labores domésticas y de cuidado, configurando dobles y triples jornadas que inevitablemente derivan en estrés crónico, ansiedad y agotamiento emocional.
A esto se suma un problema cultural que, según la experta consultada, seguimos sin enfrentar con la profundidad necesaria: el estigma. En muchos espacios laborales todavía se mira con desconfianza un diagnóstico de depresión, ansiedad o estrés, precisamente porque no se "ve" como una fractura o una enfermedad física evidente. Esa sospecha se traduce en evaluaciones más estrictas, licencias objetadas y, finalmente, personas obligadas a seguir trabajando en condiciones que afectan directamente su bienestar psicológico.
Aunque las licencias por salud mental disminuyeron un 11,3% respecto al año pasado, esta baja no debe interpretarse como un alivio. La tendencia muestra que la carga sigue siendo desproporcionada para las mujeres, afectadas además por desigualdad laboral, violencia simbólica, precariedad económica y mayores factores psicosociales de riesgo. Muchas veces también son ellas quienes tienen más disposición a pedir ayuda profesional, y esa mayor búsqueda de acompañamiento se traduce en más licencias emitidas y lamentablemente, también más rechazadas.
Desde la experiencia en ALTO Inmune, donde se ve a diario la relación entre ambientes laborales y bienestar psicológico, la experta consultada manifiesta su preocupación por seguir tratando estos datos como meras estadísticas. "No lo son. Detrás de cada caso hay una persona cuyo malestar se minimiza o se interpreta como 'debilidad', en lugar de entenderse como una señal de alarma de un sistema que no está acompañando adecuadamente a quienes lo necesitan", afirma.
La evidencia sugiere que esta tendencia continuará si no se incorporan políticas públicas sostenidas que atiendan las causas estructurales: desigualdad de género, falta de educación emocional, ambientes laborales que no priorizan la salud mental y un sistema de evaluación que aún arrastra prejuicios. "Hemos avanzado en visibilización, sí, pero visibilizar no es suficiente. Necesitamos actuar", concluye.
Reconocer la legitimidad de los problemas de salud mental no puede seguir siendo una discusión pendiente. Si queremos un país más sano, más justo y más productivo, se debe empezar por garantizar que quienes piden ayuda reciban un sistema que los escuche, no que los cuestione.











