La nueva Estrategia de Seguridad Nacional del gobierno de Estados Unidos marca un giro significativo en la política hacia Venezuela. El documento abandona la cortesía y vuelve a la lógica que siempre ha gobernado a las superpotencias: lo que ocurra cerca importa más que lo que ocurra lejos.
Ya no es postureo, sino doctrina. Washington anuncia que dejará de mirar pasivamente cómo otras potencias como China, Rusia e Irán consolidan posiciones en puertos, corredores logísticos, centrales energéticas, zonas de extracción y redes de comunicación en la región. A partir de ahora, lo que se construya o se venda en el hemisferio tendrá otra lectura. Ya no bastará la rentabilidad, importará la procedencia, la intención y el impacto estratégico.
El texto habla de un Corolario Trump para la doctrina Monroe, aunque el nombre es casi anecdótico. No estamos ante la resurrección romántica de una idea del siglo XIX, sino ante algo mucho más práctico. Se acabó el juego de fingir que América Latina es una región manejada con becas de cooperación y discursos sobre gobernanza. Washington vuelve a mirarla como un espacio que afecta directamente su seguridad, su economía y su estabilidad interna.
Y la sombra de Venezuela aparece una y otra vez. La descripción de amenazas está trazada con tal precisión que parece dibujada desde Caracas. Hablan de actores externos instalados en puertos, minas, telecomunicaciones y corredores marítimos. Hablan de estructuras criminales utilizadas como herramientas políticas. Hablan de la penetración de potencias adversarias en el Caribe y la costa norte suramericana.
Esa lista, sin querer queriendo, es un retrato de la realidad venezolana. El documento señala que Estados Unidos se reserva la posibilidad de realizar despliegues puntuales contra organizaciones criminales, con uso de fuerza letal si es necesario. Ya no es postureo, sino doctrina.
Durante años, la política estadounidense hacia Venezuela estuvo atrapada en clichés administrados desde La Habana, Moscú y parte de la élite académica estadounidense. Pero ahora Washington entiende que el riesgo no está en lo que pueda pasar si el régimen cae, sino en lo que seguirá pasando si el régimen no cae.
Venezuela ha dejado de funcionar como Estado y empezado a funcionar como plataforma para redes de narcotráfico, inteligencia extranjera, minería ilegal y grupos armados que operan al margen de cualquier noción de soberanía. Una plataforma que coincide, para mala suerte del hemisferio, con rutas aéreas, marítimas y terrestres que conectan a todo el continente.
Para Europa, y en especial para España, esta realidad implica un reajuste. América Latina ha sido durante décadas un espacio emocional, político y económico, pero rara vez estratégico. Ahora deja de ser un paisaje y pasa a ser tablero. Y cuando Estados Unidos decide que un tablero es vital, los demás jugadores deben comprender que las reglas han cambiado.
Lo que viene no requiere imaginación. Estados Unidos no habla de intervenciones al viejo estilo, pero sí de presión diplomática sostenida, de cerco financiero, de exigencia a gobiernos vecinos, de vigilancia sobre actores extranjeros y de operaciones puntuales que impidan que el crimen organizado actúe como representante de potencias adversarias. Venezuela, con su mezcla de colapso institucional y alianzas inconvenientes, está demasiado expuesta para pasar inadvertida.










