El aumento sostenido de las temperaturas dejó de ser un fenómeno ocasional para transformarse en un desafío sanitario concreto. En un escenario de olas de calor más intensas y frecuentes, el golpe de calor emergió como una de las emergencias médicas más graves asociadas al cambio climático.
No se trata solo de incomodidad o cansancio extremo, sino de un cuadro potencialmente letal que puede desarrollarse en minutos si no se toman medidas adecuadas. El golpe de calor ocurre cuando el cuerpo pierde su capacidad de autorregular la temperatura. Cuando la temperatura corporal supera los 40 grados Celsius, los mecanismos fisiológicos que permiten disipar el calor dejan de funcionar. A partir de ese punto, el organismo entra en un proceso acelerado de daño que puede afectar el cerebro, el corazón, los riñones y el hígado.
Existen dos formas principales de este cuadro: el golpe de calor por esfuerzo, que aparece de manera súbita luego de una actividad física intensa, y el golpe de calor clásico, que se desarrolla de forma más lenta por exposición prolongada a altas temperaturas. Ambos pueden resultar mortales, aunque el tipo clásico presenta tasas de mortalidad más elevadas.
Los síntomas iniciales suelen ser inespecíficos, como mareos, confusión, dolor de cabeza, náuseas y vómitos. A medida que el cuadro avanza, pueden aparecer convulsiones, taquicardia, problemas de equilibrio y daño neurológico. En las fases críticas, la piel se vuelve seca y caliente, desaparece la sudoración y el riesgo de shock y coma aumenta drásticamente.
Ciertos grupos presentan una vulnerabilidad especial, como los niños menores de dos años y los adultos mayores, que cuentan con mecanismos de enfriamiento menos eficientes y, en muchos casos, con una menor percepción de la sed. Esto incrementa el riesgo de deshidratación y dificulta una respuesta temprana.
La progresión del golpe de calor puede resultar sorprendentemente rápida. A los cinco minutos de exposición a temperaturas iguales o superiores a los 35 grados, el cuerpo comienza a transpirar y los vasos sanguíneos se dilatan. Entre los diez y los veinte minutos, el organismo gasta una gran cantidad de energía para enfriarse, con sudoración profusa, sed intensa y fatiga. Si la exposición se prolonga, el golpe de calor se vuelve una realidad, y la muerte puede sobrevenir en pocos minutos.
En el contexto argentino, una nueva ola de calor intensificó estas preocupaciones. Según el Hospital de Clínicas José de San Martín, los riesgos asociados al calor extremo alcanzaron una relevancia sin precedentes y obligan a reforzar estrategias de prevención y detección temprana.
Ante los primeros síntomas, el manejo inicial incluye descanso en ambientes frescos, uso de ventiladores o aire acondicionado, aflojar o retirar la ropa y aplicar paños húmedos o agua fresca sobre el cuerpo. En el ámbito hospitalario, el tratamiento apunta a reducir la temperatura corporal de forma controlada, utilizando compresas de hielo, mantas refrescantes, oxígeno y líquidos fríos por vía intravenosa.
La prevención aparece como la herramienta más eficaz. Expertos recomiendan restringir la actividad física, utilizar ropa clara y holgada, sombreros de ala ancha, gafas con filtro UV y protector solar, permanecer en lugares frescos y regular el aire acondicionado a 24 grados. En bebés y adultos mayores, el cuidado debe ser aún más estricto.
En un escenario de temperaturas en ascenso, el golpe de calor dejó de ser un riesgo excepcional para convertirse en una amenaza concreta. Comprender cómo se desarrolla, identificar los síntomas tempranos y actuar con rapidez puede marcar la diferencia entre la recuperación y un desenlace fatal.










