La Inteligencia Artificial (IA) se ha convertido en una poderosa arma geopolítica en manos de gobiernos autoritarios. Países como China y Venezuela están aprovechando las capacidades de la IA para vigilar, manipular y controlar a sus poblaciones sin que estas lo noten.
El uso de la IA para la vigilancia masiva va desde el reconocimiento facial hasta el análisis predictivo del comportamiento social. China lidera este campo con su sistema de créditos sociales, donde cada ciudadano es evaluado por su conducta diaria. Las cámaras con IA reconocen rostros, comparan patrones y penalizan acciones "inadecuadas", como cruzar un semáforo en rojo o hablar mal del gobierno en redes sociales. Estos datos se traducen en puntuaciones que pueden determinar el acceso a empleos, servicios públicos, actividades bancarias e incluso viajes.
En Venezuela, se han instalado sistemas similares y se ha entrenado a funcionarios afines al régimen para manipular la información a escala nacional. Utilizan plataformas de IA para escribir artículos, diseñar propaganda y montar programas de radio y televisión con fines propagandísticos. También emplean modelos de lenguaje masivo para crear campañas de desinformación y bots automatizados que apoyan la narrativa del gobierno.
Además, el análisis de datos masivos, como interacciones en redes, patrones de consumo y sensores públicos, les permite aumentar la presencia policial, lanzar campañas de distracción o incluso silenciar voces específicas. La IA deja de ser una herramienta pasiva y se convierte en un instrumento de ingeniería social.
El objetivo de estos gobiernos es claro: reprimir y condicionar a las personas, cruzando la delgada línea entre seguridad y represión, violando la privacidad y la libertad individual. El riesgo más grave es la normalización de la vigilancia como estándar social, donde generaciones enteras se ven obligadas a ser monitoreadas en nombre del "orden".
La historia nos ha enseñado que el precio de este tipo de control puede ser devastador. El futuro de nuestras libertades depende de nuestra capacidad de entender, fiscalizar y participar en esta era de algoritmos omnipresentes. La ciudadanía y ética digital no es una opción, sino una urgencia contra el nuevo centro de gravedad del poder y del control de las emociones de millones de personas.











