El tiempo vuela, como bien señalaba la poeta uruguaya Ida Vitale, quien a sus más de 100 años de edad ha sido testigo de cómo los años parecen acelerarse cada vez más. En este momento, nos encontramos en una encrucijada entre dos realidades aparentemente opuestas: los debates electorales, por un lado, y la llegada de la temporada navideña, por el otro.
Los debates electorales tienen como objetivo principal añadir información y racionalidad al proceso de toma de decisiones de los votantes. Sin embargo, en ocasiones, el discurso público se ve envuelto en una volatilidad que pone en jaque el principio de responsabilidad política. Es aquí donde los consejos de Maquiavelo y Bismarck cobran relevancia: el primero afirmaba que el príncipe que se propone grandes objetivos necesita del engaño, mientras que el segundo definía la política como "el arte de lo posible".
Por otro lado, la Navidad es una época en la que, con un poco de suerte, el ánimo se deja tentar por genuinas aspiraciones de comprensión, concordia y humanidad. ¿Sería posible que este impulso altruista pudiera permanecer y llevarse hasta el agrio territorio de la lucha electoral?
El filósofo anglo-ghanés K. A. Appiah propone en su libro "Las mentiras que nos unen" que, si queremos vivir juntos en armonía, es fundamental que podamos mantener debates sensatos sobre aquellos asuntos que agitan profundamente nuestras pasiones. Quizás este sea el camino a seguir para conjugar estos dos momentos tan distintos, pero que en el fondo comparten la necesidad de encontrar puntos de encuentro y de comprensión mutua.
En un contexto político cada vez más polarizado, la llegada de la Navidad podría representar una oportunidad para que los actores involucrados en los debates electorales logren encontrar un terreno común, dejando de lado las "mentiras que nos unen" y abriéndose a un diálogo sincero y constructivo. Solo así podremos avanzar hacia una democracia más sólida y resiliente.












