El marketing político ha desplazado a la verdadera política, convirtiéndola en un mero ejercicio de relato y espectáculo, según advierten expertos. En lugar de partir de ideas, diagnósticos y propuestas, los políticos se basan en encuestas, segmentaciones y emociones dominantes para diseñar sus estrategias.
Esta transformación ha tenido graves consecuencias. La comunicación ha pasado a sustituir a la acción política, de modo que una buena narrativa puede disimular una mala gestión, mientras que una política pública sólida puede fracasar si no logra imponer una agenda mediática.
Además, el cortoplacismo se ha apoderado de la política, ya que las reformas necesarias pero impopulares se postergan indefinidamente en favor de decisiones que garanticen una aprobación momentánea. El largo plazo ha desaparecido del horizonte político porque no rinde electoralmente.
Los expertos señalan que esta racionalización de la política ha debilitado el debate democrático y fortalecido una lógica de estímulo y respuesta, en la que el ciudadano se ha convertido en un consumidor al que se le ofrecen mensajes personalizados, en lugar de un sujeto político que delibera, exige y participa.
La paradoja es evidente: nunca hubo tanta presencia de lo político en la vida cotidiana y, sin embargo, nunca fue tan superficial su comprensión. Se habla sin parar de escándalos, identidades y declaraciones virales, pero casi nada de estructuras económicas, relaciones de poder o políticas públicas concretas.
Frente a este panorama, la pregunta clave es si es posible recuperar una política con contenido sin quedar atrapados en la lógica de un marketing permanente, o si finalmente la democracia se limitará a elegir entre marcas bien diseñadas cada algunos años.












