El optimismo y las felicitaciones de fin de año ocultan una dura realidad en Argentina. Más allá de los deseos de felicidad, el país enfrenta crecientes niveles de inseguridad, una economía estancada y un sistema de salud colapsado.
Mientras mecánicamente deseamos "felices fiestas" a conocidos y extraños, es imposible ignorar las noticias sobre el aumento de asesinatos y delitos que se multiplican día a día. La inseguridad se ha vuelto parte de la cotidianidad, convirtiendo esos saludos en una "esperanza cada vez más remota" que parece más una "utopía ficticia" que una situación realizable.
La situación económica tampoco da motivos para el optimismo. Los anuncios de un crecimiento apenas superior al 2% o 3% no logran ocultar que la población crece a un ritmo similar, por lo que en realidad el ingreso per cápita se mantiene estancado desde hace décadas. El "milagro" de los altos precios del petróleo fue pasajero, y el saldo general sigue siendo negativo.
Incluso cuando se informa sobre una reducción del riesgo país, este sigue siendo casi el doble que en los países vecinos más cercanos. Y si bien se celebra una leve baja de la pobreza, la desigualdad ha aumentado, algo que tiene una estrecha relación con el incremento de la violencia.
El panorama se oscurece aún más al mirar al sistema de salud, tanto el público como el privado, que se han convertido en "el paraíso de las mafias" que operan a plena luz del día. Acceder a una atención médica digna se ha vuelto un privilegio reservado solo para el 4% más acomodado de la población.
Sí, el optimismo es necesario y los ritos navideños son convenientes. Pero ese optimismo resulta vacío si no va acompañado de la voluntad de cambiar la situación que el país arrastra desde hace demasiado tiempo. Estos momentos son ideales para que los deseos de felicidad se conviertan en decisiones de cambio colectivo, no solo individual. Como decía César Vallejo: "Perdonen la tristeza".
