El proyecto transhumanista contemporáneo, lejos de ser una liberación, representa la culminación del tecnocapitalismo tardío aplicado a la existencia misma. La obsesión por actualizar, hackear y personalizar el cuerpo esconde un profundo desprecio por lo vulnerable, lo finito y lo mortal.
En la "sociedad del rendimiento", incluso el descanso físico se percibe como improductivo y estéril. El cuerpo que duerme, que se cansa, que necesita, es un cuerpo que resta. La digitalización promete liberarnos de esa servidumbre biológica: algoritmos infinitos, avatares sin fatiga, conciencias transferibles, existencias sin caducidad.
Sin embargo, esta hostilidad hacia la carne es, en el fondo, hostilidad hacia lo humano. Ser humano es habitar un cuerpo frágil, sentir hambre y deseo, cicatrizar heridas, envejecer. Borrar el cuerpo es borrar al otro, y con él, toda posibilidad de encuentro genuino.
La verdadera revolución no está en transcender la carne, sino en habitarla con gratitud, paciencia, solicitud y el más entrañable de los cuidados. El cuerpo no es obsoleto: es el único lugar donde podemos estar vivos. Y estar vivo verdaderamente vivo es abrazar lo imperfecto, lo perecedero, lo vulnerable.
Quizá la resistencia más radical sea celebrar el cuerpo: sus ritmos lentos, sus limitaciones fecundas, su capacidad de goce y dolor. Porque la mortalidad no es una anomalía, sino la condición de sentido de nuestra existencia. Bailar bajo la lluvia con estas piernas que un día no caminarán, sentir con esta piel que se arruga, amar con este corazón que algún día dejará de latir: esa es la verdadera revolución.












