Entre albergues saturados, cuartos improvisados y calles inhóspitas, cientos de migrantes hondureños pasaron la Navidad en México, lejos de sus hogares y enfrentando la incertidumbre de su situación migratoria.
La Navidad de este año no llegó con luces ni abrazos para estos migrantes. En su lugar, tuvieron que lidiar con el frío, el silencio y una profunda nostalgia que se coló en los pasillos de los albergues y en los cuartos rentados por días.
Familias enteras celebraron como pudieron, aferradas a los recuerdos de comidas, villancicos y fuegos artificiales que esta vez solo existieron en la memoria. En la frontera norte, especialmente en Ciudad Juárez, muchos intentaron independizarse, pero la falta de documentos legales les impidió acceder a un empleo y una vivienda estable, obligándolos a regresar a los albergues.
Allí, la Navidad se redujo a una cena sencilla y compartida, más cercana a la resistencia que a la celebración. La conversación giró en torno a trámites, citas que no llegan y la pregunta que se repite: ¿qué sigue?
La incertidumbre se agravó por las medidas migratorias impulsadas por Donald Trump, que endurecieron los cruces y redujeron las posibilidades de solicitar asilo. Para quienes aguardaron una oportunidad en la frontera, las fiestas se vivieron con el peso de decisiones que no controlan y plazos que se alargan.
En la frontera sur, en Tapachula, la espera también se hizo más pesada. Desde el Servicio Jesuita a Refugiados explican que estas fechas intensifican la carga emocional de los migrantes, quienes deben enfrentar largas filas para regularizar su situación, hacinamiento y recursos limitados.
Así transcurrió la Navidad para quienes siguen en tránsito: sin certezas, pero con pequeños gestos que sostienen la esperanza. Un plato caliente, una oración colectiva, un mensaje de voz desde Honduras. No fue la Navidad soñada, pero fue, para muchos, la confirmación de que resistir también es una forma de celebrar la vida mientras el camino continúa.
