Desde hace décadas, los gobiernos del mundo han librado una batalla frontal contra las drogas bajo la consigna de prohibir, castigar y erradicar. Sin embargo, el balance de esta estrategia es demoledor, según un informe de Amnistía Internacional.
La llamada "guerra contra las drogas" no solo ha fracasado en su objetivo principal de reducir el consumo y el tráfico, sino que ha generado un reguero de violencia, encarcelamientos masivos, discriminación y sufrimiento humano. En palabras de la propia organización, se ha convertido en una "guerra contra las personas".
El origen de esta cruzada se remonta a 1971, cuando el entonces presidente de Estados Unidos, Richard Nixon, declaró oficialmente la "guerra contra las drogas". Desde entonces, muchos países adoptaron políticas punitivas similares, confiando en que la represión extrema disuadiría tanto a consumidores como a traficantes. Lo que ocurrió fue exactamente lo contrario: el mercado no desapareció, se volvió clandestino; la violencia no se redujo, se intensificó; y las drogas no dejaron de circular, solo cambiaron de manos.
Amnistía Internacional subraya que la criminalización sistemática de las drogas ha tenido consecuencias devastadoras para el derecho a la salud. Millones de personas consumidoras evitan acudir a centros médicos por miedo a ser denunciadas, encarceladas o estigmatizadas. Esta exclusión forzada incrementa el riesgo de sobredosis, agrava enfermedades prevenibles y favorece la propagación del VIH y otras infecciones.
El impacto es aún más brutal cuando se observa el sistema penitenciario. Aproximadamente el 20% de la población carcelaria mundial está encarcelada por delitos relacionados con drogas, muchos de ellos no violentos. En América Latina, el crecimiento de las prisiones ha ido de la mano del endurecimiento de estas leyes, atrapando a comunidades enteras en ciclos de pobreza, violencia y exclusión.
Las mujeres, en particular, son encarceladas por delitos de drogas más que por cualquier otro tipo de delito, y suelen ocupar los escalones más bajos del narcotráfico, con escasas posibilidades de defensa legal.
Otro de los rostros más oscuros de la guerra contra las drogas es el uso de la pena de muerte. Más de 30 países aún la contemplan para delitos relacionados con drogas, a pesar de que el derecho internacional limita este castigo a los crímenes más graves, como el homicidio intencional.
Frente a este panorama, Amnistía Internacional plantea una pregunta incómoda pero necesaria: ¿y si el problema no son las drogas, sino la forma en que las combatimos? En distintos lugares del mundo, comienzan a ensayarse alternativas basadas en la despenalización, la regulación y la reducción de daños, con resultados positivos para la salud pública y los derechos humanos.
El caso de Portugal es paradigmático. Desde 2001, el consumo y la posesión de todas las drogas están despenalizados. En lugar de prisión, las personas son derivadas a comisiones de salud y asistencia social. El resultado ha sido una reducción del consumo problemático, un descenso drástico de infecciones por VIH y una mejora general en la convivencia social.
Amnistía Internacional insiste en que, precisamente por los riesgos asociados a las drogas, es necesario abandonar el prohibicionismo y adoptar políticas basadas en evidencias científicas. Esto incluye ampliar los servicios de salud, reducir la estigmatización, combatir la pobreza y ofrecer alternativas reales a quienes hoy encuentran en el narcotráfico su única salida económica.
Después de más de cincuenta años, el veredicto es claro. La guerra contra las drogas ha dejado demasiados muertos, demasiados presos y demasiadas vidas rotas. Persistir en ella no es firmeza política, sino ceguera histórica. Cambiar de rumbo no significa rendirse, sino reconocer que la verdadera victoria no se mide en arrestos o incautaciones, sino en vidas protegidas, derechos garantizados y sociedades más justas.












