A principios del 2000, Chile recibió al autor y su compañera con algo poco frecuente en Latinoamérica: normalidad. Un presidente que explicaba en vez de prometer, ministros que hablaban sin gritar y un país que no necesitaba convencer a nadie. Una cualidad escasa: Chile sabía hacia dónde quería ir y simplemente funcionaba.
Gobernaba Ricardo Lagos, cuyo gabinete reformaba sin dinamitar. Había orgullo por el rumbo macroeconómico, acompañado de cautela. Un ministro le manifestó al autor que el país no aspiraba a ser el mejor alumno, sino el más constante.
Lagos encarnaba una transición ya adulta, consolidando el modelo económico con correcciones sociales, la autonomía de las instituciones y la inserción internacional. El autor conversó con diversos actores clave, como el triministro de Economía, Energía y Minería, Jorge Rodríguez Grossi, y el presidente del Banco Central, Carlos Massad, quienes destacaron la prudencia y el pragmatismo que guiaban al país.
La conciencia de las desigualdades coexistía con una evidente percepción de progreso. La clase media se expandía y exigía más, aunque sin euforia. Predominaba una confianza básica en las instituciones, algo poco común en la región en aquellos años.
En el plano territorial, el autor recorrió ciudades como Valparaíso, Iquique y San Pedro de Atacama, descubriendo paisajes espectaculares y una diversidad que iba desde el hierro industrial hasta el adobe ancestral. Visitó también a figuras polémicas como el empresario Carlos Cardoen, quien había incursionado en la industria armamentística durante la dictadura de Pinochet.
La estancia en Chile dejó una sensación persistente de un país que avanzaba sin pedir aplauso, prefiriendo el método al gesto y la continuidad al eslogan. No prometía futuro, sino que lo iba construyendo sin alboroto. Una lección de que el progreso puede ser silencioso y la seriedad no está reñida con la belleza.
