Bolivia atraviesa uno de los momentos más complicados en su lucha contra el narcotráfico. Después de años de una política permisiva y desconectada de la realidad, los cultivos de hoja de coca han alcanzado niveles alarmantes, con un incremento del 10% en 2024 respecto al año anterior, llegando a aproximadamente 34.000 hectáreas cultivadas. Según el informe de la UNODC, esta cifra podría llegar a 40.000 hectáreas en 2025.
Más preocupante aún, los parámetros técnicos para estimar el rendimiento de la hoja de coca y su conversión en cocaína están obsoletos, pues los últimos estudios robustos datan de 2009. Mientras tanto, las organizaciones criminales han perfeccionado sus métodos, reducido costos y multiplicado su capacidad de transformación.
Uno de los datos más reveladores es que los cultivos han penetrado al menos seis áreas protegidas, como el TIPNIS, Cotapata, Carrasco, Amboró, Apolobamba y Madidi. Esto no fue un accidente, sino el resultado de una política deliberadamente permisiva, sostenida durante años bajo la coartada de la soberanía cultural.
Frente a este panorama, la reacción institucional ha sido fragmentada, tardía y, sobre todo, internacionalmente miope. Aquí aparece el punto más sensible y menos discutido del problema: la progresiva desarticulación del rol de la Cancillería en la lucha antidrogas.
En los primeros años del siglo, Bolivia comprendía que el narcotráfico no es solo un problema interno, sino un fenómeno transnacional que compromete relaciones bilaterales, cooperación internacional, credibilidad externa y responsabilidades multilaterales. Sin embargo, con la llegada del MAS al poder, Cancillería fue progresivamente desplazada de los espacios estratégicos de coordinación antidrogas, priorizando el control político interno sobre la coherencia internacional.
El resultado es evidente: informes contradictorios, erradicaciones que la UNODC solo valida en un 23%, aumento del 115% en el secuestro de clorhidrato de cocaína, descertificaciones internacionales y una creciente asociación del país con redes de crimen organizado transnacional, incluido el narcoterrorismo.
Bolivia necesita reordenar seriamente su arquitectura institucional, devolviendo a Cancillería un rol protagónico en la coordinación internacional estratégica, la articulación con organismos multilaterales y la coherencia entre el discurso externo y la acción interna. Sin ese anclaje diplomático, cualquier política antidrogas seguirá siendo parcial, reactiva y vulnerable.
La hoja de coca seguirá siendo parte de la historia boliviana, pero no puede seguir siendo el escudo retórico que protege la expansión del narcotráfico ni el pretexto para haber desmontado una diplomacia que alguna vez entendió que este combate no se libra solo dentro de las fronteras.












