Las elecciones presidenciales en Honduras han desatado una crisis de legitimidad en el país, con un proceso electoral plagado de interrupciones, acusaciones cruzadas y una sensación generalizada de que la democracia ha retrocedido varios años. Más de una semana después de los comicios, el país sigue sin un resultado definitivo, mientras los candidatos Nasry Asfura, del Partido Nacional, y Salvador Nasralla, del Partido Liberal, se alternan el liderazgo por márgenes mínimos.
La crisis electoral no puede entenderse sin revisar el periodo 2022 2025. El gobierno de Xiomara Castro enfrentó tensiones desde el inicio, comenzando por el conflicto por la presidencia del Congreso. A ello se sumaron la amnistía para aliados políticos, las acusaciones de nepotismo, la larga vigencia del estado de excepción y la designación irregular de un fiscal general interino. Cada uno de estos episodios desgastó el capital político con el que había llegado Libre.
El clima se tensó aún más con los conflictos con medios de comunicación y con la aparición de investigaciones que vinculan a figuras cercanas al oficialismo con redes criminales. La promesa de "refundación" que marcó la campaña de 2021 terminó cediendo ante una percepción de continuidad. Para muchos hondureños, lo que se ofrecía como cambio terminó siendo más de lo mismo.
Las fallas en la transmisión de resultados fueron la cara visible de la crisis, pero no su origen. El Consejo Nacional Electoral (CNE) llegó a las elecciones debilitado tras unas primarias llenas de retrasos, materiales incompletos y centros que nunca pudieron abrir. Lejos de corregir esas deficiencias, el organismo entró a la elección general con tensiones internas agudizadas: cada uno de los tres consejeros responde directamente a un partido, lo que ralentiza decisiones técnicas y alimenta la percepción de parcialidad.
El nuevo sistema de transmisión, contratado tarde y sin garantías suficientes, terminó profundizando esa sensación de improvisación. En un contexto de desconfianza total, cualquier problema incluso los meramente técnicos fue interpretado como una operación deliberada. Y los partidos se movieron rápidamente para explotar esa narrativa.
Libre denunció irregularidades incluso antes de la jornada electoral y adelantó que no reconocería una derrota. El Partido Nacional habló de un pacto entre Libre y el Partido Liberal para desplazarlo. El Partido Liberal insinuó acuerdos ocultos entre el Partido Nacional y Manuel Zelaya. En Honduras, perder equivale casi automáticamente a denunciar fraude. Esa reacción no es solo producto del momento: es síntoma de un deterioro institucional acumulado y de un sistema donde ninguna fuerza se siente protegida por las reglas del juego.
Mientras el escrutinio presidencial avanza lentamente, el Congreso ya muestra una tendencia consolidada: el bipartidismo no solo sobrevivió, sino que regresó con fuerza. Nacionalistas y liberales suman más de 90 de los 128 escaños, desplazando a Libre a un tercer lugar.
Este Congreso será clave. Debe elegir su junta directiva, discutir reformas electorales urgentes, evaluar posibles juicios políticos y redefinir la relación con un Poder Ejecutivo que, gane quien gane, nacerá debilitado.
Honduras no enfrenta, al menos por ahora, un quiebre institucional inmediato. Pero sí atraviesa una crisis de legitimidad profunda, producto de la acumulación de tensiones políticas, fallas institucionales y una ciudadanía cansada. El problema central no es solo lo estrecho del resultado. Es que el sistema electoral funciona sobre una estructura que ya no genera confianza. Hoy Honduras necesita más que un ganador oficial. Necesita recuperar reglas creíbles, instituciones imparciales y actores políticos capaces de llegar a acuerdos mínimos. De lo contrario, cada proceso electoral seguirá siendo una prueba de resistencia, y no un ejercicio democrático.












