La dirigencia cubana ha utilizado un patrón recurrente de destituciones fulminantes, procesos disciplinarios opacos, juicios ejemplarizantes y "renuncias" controladas por el Partido Comunista para resolver crisis internas y disputas de poder desde 1959. Ahora, este patrón vuelve a exhibirse con una nueva sacudida institucional que incluye la salida de Homero Acosta Álvarez como diputado y secretario de la Asamblea Nacional, así como el relevo de Rubén Remigio Ferro al frente del Tribunal Supremo Popular.
El movimiento más visible fue la renuncia de Homero Acosta a su condición de diputado y a su cargo de secretario de la Asamblea Nacional, aceptada por el Consejo de Estado. En paralelo, el propio Consejo de Estado "propuso la liberación de su cargo como presidente del Tribunal Supremo Popular" de Rubén Remigio Ferro y colocó en su lugar al ministro de Justicia, Óscar Silvera Martínez, un cambio que consolida aún más la subordinación del sistema judicial al núcleo político.
Estas purgas en la cúpula gobernante no son nuevas en Cuba. Desde 1959, el régimen ha utilizado este mecanismo para enviar señales disciplinarias y cerrar cualquier percepción de autonomía dentro de las instituciones. Casos como la caída del general Arnaldo Ochoa Sánchez en 1989, la expulsión del ideólogo Carlos Aldana en 1992 o la salida de Carlos Lage Dávila y Felipe Pérez Roque en 2009 han seguido un patrón similar: anuncios tardíos, motivos vagos y ausencia de pruebas públicas.
Ahora, la salida de Acosta y Remigio Ferro reabre el debate sobre la falta de transparencia en estos procesos. Cuando el jefe del sistema judicial se cambia por decisión del mismo poder político que debe ser controlado por los tribunales, la separación de poderes queda como una ficción y el mensaje interno suele ser disciplinario. En Cuba, el poder no se hereda por reglas: se concede y se retira. Y casi nunca se explica.



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