La aceptación pública del veredicto ciudadano por parte de los perdedores es una virtud cívica esencial para la salud de la democracia. Esto ha funcionado como un dique frente a la polarización en Chile, permitiendo cerrar el ciclo electoral y reabrir el espacio de la deliberación política, incluso en contextos de fuerte tensión social.
En contraste, en la experiencia reciente del Perú, la derrota electoral suele reinterpretarse como anomalía, sospecha o agravio. La impugnación deja de ser un mecanismo excepcional de control para convertirse en reflejo automático de la pérdida, lo que termina erosionando la confianza ciudadana, debilitando la autoridad del sistema y generando un ciclo de precariedad política que condiciona desde el inicio la gobernabilidad.
La ética republicana no se agota en saber perder. También impone obligaciones claras a quien vence. El triunfo electoral confiere legitimidad de origen, no un mandato excluyente. El ganador no gobierna solo para sus votantes, sino para una sociedad plural que incluye a quienes no lo apoyaron y a quienes no participaron del proceso.
Cuando el vencedor gobierna como jefe de una facción, convierte la alternancia en amenaza y la política en revancha. La tradición republicana exige, en suma, dignidad en la derrota y responsabilidad en la victoria.
El reciente proceso electoral chileno ha vuelto a poner en evidencia esta virtud cívica esencial. La aceptación pública del veredicto ciudadano por parte de los perdedores es un ejemplo a seguir para fortalecer la democracia en la región. Allí donde este gesto se produce con sobriedad y convicción, la república se fortalece. Allí donde se rehúye o se relativiza, la democracia comienza a erosionarse desde su base moral.











