La presidenta de México, Claudia Sheinbaum, se encuentra en una delicada pugna de poder con el ala más radical del obradorismo, liderada por el expresidente Andrés Manuel López Obrador. Esta confrontación, que se desarrolla de manera soterrada pero cada vez más evidente, pone en juego el control del relato y el futuro del partido Movimiento Regeneración Nacional (Morena).
Sheinbaum llegó a la presidencia con una sólida legitimidad electoral, pero con un margen político estrecho. Su triunfo fue, en gran medida, el último acto de una obra escrita por López Obrador. Ahí radica el problema: el ala dura del obradorismo no concibe a Sheinbaum como una presidenta con agenda propia, sino como una administradora del legado de AMLO.
Esta tensión se ha manifestado en diversos episodios recientes. Primero, con la filtración de los millonarios contratos otorgados por el gobierno de Sheinbaum a la empresa familiar de Altagracia Gómez, una íntima amiga de la presidenta. Luego, con la judicialización de la investigación contra María Amparo Casar, de Mexicanos Contra la Corrupción, por haber recibido la pensión de su esposo fallecido.
Estos golpes quirúrgicos han puesto a Sheinbaum a la defensiva, mientras el ala radical del obradorismo reacciona con una campaña de deslegitimación contra la presidenta, acusándola de ceder ante sus adversarios. Para los puros, gobernar es resistir; para Sheinbaum, gobernar es funcionar. El choque es inevitable.
La confrontación no se da en discursos frontales, sino en filtraciones, presiones internas, activismo legislativo y campañas de deslegitimación desde los márgenes del propio movimiento. El mensaje es claro: el poder sigue teniendo dueño, aunque ya no esté en la boleta.
López Obrador, desde su retiro estratégico, no necesita intervenir de manera explícita. Su silencio pesa más que cualquier mensaje en las redes. El ala dura actúa convencida de que interpreta su voluntad. Si en política la convicción suele ser más peligrosa que la instrucción directa, los puros no dudan en cerrar sus espacios de maniobra para evitar desviaciones.
El dilema de Sheinbaum es profundo: si cede, se convierte en rehén de un pasado que no termina de irse; si confronta de lleno, en medio de la debilidad en la que se encuentra frente a su antecesor, arriesga la frágil cohesión de Morena y acelera la guerra interna que puede paralizar su gobierno. Hasta ahora, la presidenta ha optado por una tercera vía: avanzar sin romper y resistir sin provocar. Pero esa cuerda no es infinita.
Lo que está en juego no es sólo la relación entre una presidenta y su mentor político; es la posibilidad de que México tenga, por primera vez en siete años, un gobierno que no dependa del caudillo para tomar decisiones. El ala dura lo sabe y por eso aprieta. Sheinbaum también lo sabe y por eso mide cada paso. En política, las sombras no desaparecen solas: se enfrentan o terminan por engullir a quien camina delante. La pregunta no es si habrá confrontación; ya existe. La pregunta es cuándo decidirá Sheinbaum si gobierna con la sombra detrás o a plena luz, aun a costa de quemarse.












