La figura del curador ad litem existe para garantizar que niños, niñas y adolescentes cuenten con una representación jurídica especializada, autónoma y eficaz hasta que cumplan la mayoría de edad. Sin embargo, en la práctica cotidiana de los tribunales, su función se desdibuja o se ejerce sin el compromiso mínimo que exige la ley, dejando desprotegidos a los menores que el sistema debería proteger.
La labor del curador no es burocrática, sino que implica escuchar al niño, estudiar diligentemente los antecedentes, participar activamente en todas las audiencias y garantizar el derecho a ser oído. Solo así el curador puede convertirse en una voz propia en defensa del interés manifiesto del niño, y no en una extensión pasiva del proceso.
Lamentablemente, en muchos casos, los curadores ad litem no cumplen con estos estándares mínimos. Algunos emiten opiniones sin haber entrevistado al niño o revisado los antecedentes, y en ocasiones ni siquiera se presentan a las audiencias, dejando al menor sin representación legal.
Esta situación es alarmante en un país que ha declarado la protección integral de la niñez como prioridad. La figura del curador debería ser un pilar fundamental en este sistema, no un eslabón débil.
Un curador comprometido puede cambiar el destino de una causa: impedir vulneraciones, resguardar espacios seguros, detener decisiones apresuradas, encender alertas en el tribunal. Un curador ausente o presente solo en apariencia produce lo contrario, dejando a los niños sin defensa técnica, sin representación y sin participación real en el proceso.
Es urgente revalorizar el rol del curador ad litem y asegurar que cumpla con las condiciones mínimas para ejercer su función de manera efectiva. La protección de la infancia se ejerce con presencia, responsabilidad y compromiso real, no con nombramientos simbólicos.











