Diciembre suele venir adornado de luces, ofertas de temporada y celebraciones, pero detrás de ese brillo se esconde una realidad más compleja. Bajo el ambiente festivo, muchas personas arrastran un cansancio acumulado, presión económica y ansiedad que les impide disfrutar plenamente de esta época.
Esta sensación de tristeza y vacío no es extraña, pues el ser humano está habitado por un deseo de plenitud que rara vez encuentra su forma definitiva. Vivimos entre lo que anhelamos y lo que podemos realizar, y cuando esa distancia se hace evidente, surge una tristeza que no siempre sabemos reconocer.
En este contexto, resulta sugestivo que al tercer domingo de Adviento se le llame "de la alegría". Paradójicamente, el evangelio de ese día presenta a Juan el Bautista en prisión, con un futuro incierto y su fe atravesando un momento de desconcierto. Sin embargo, la respuesta que recibe no son promesas abstractas, sino realidades concretas: "los ciegos ven, los cojos andan , a los pobres se les anuncia la Buena Nueva". Es la señal de que la alegría puede abrirse camino aun en circunstancias adversas, y que muchas veces surge cuando aceptamos que Dios trabaja en silencio y no siempre por las vías que esperamos.
Hace 50 años, el papa Pablo VI publicó la exhortación "Gaudete in Domino" "Alegraos en el Señor" , donde recordaba que la verdadera alegría no es un bienestar psicológico ni una emoción pasajera, sino un don más hondo que tiene su raíz en Dios. El ser humano está hecho para la alegría, decía, pero muchas de sus formas quedan incompletas si no se abren a un horizonte mayor.
La alegría del evangelio no es un alivio psicológico ni pretende competir con las emociones que nos impone el ambiente. Propone algo más discreto y, a la vez, más exigente: detenerse para mirar con honestidad lo que ocurre dentro de nosotros; reconocer que la prisa nos ha hecho perder la capacidad de esperar; que el consumo muestra lo difícil que es orientar los deseos; que los excesos revelan la fragilidad con que buscamos sentido; y que la nostalgia pone al descubierto afectos y pérdidas que necesitan sanar.
La alegría nace cuando reconocemos que nuestra vida no está cerrada sobre sí misma, ni depende de que todo se ordene como quisiéramos, sino de la certeza a veces tenue, pero real de que Dios actúa aun cuando no vemos cómo, y de que puede surgir algo bueno incluso en medio de la contradicción. Esta alegría no se fabrica, se descubre, y tiene más hondura que cualquier celebración de temporada.












