La corrupción es una realidad innegable en la política latinoamericana, incluyendo El Salvador. Sin embargo, afirmar que "todos los políticos son iguales" es una falacia peligrosa que termina beneficiando a los corruptos y castigando a los honestos.
Si bien la corrupción del sistema es histórica y persistente, no todos los que participan en la política son necesariamente corruptos. A lo largo de la historia, han existido y existen personas que se han negado a cruzar ciertos límites éticos, aun dentro de estructuras corruptas. Su honestidad no nace de los cargos ni de los discursos, sino de valores aprendidos en el hogar y cultivados a lo largo de sus vidas.
El discurso que equipara a todos los políticos como iguales no es neutral, sino que beneficia siempre al corrupto profesional. Castiga al honesto, que carga con la sospecha permanente, y al que no roba, pero tampoco recibe crédito moral por ello. Esto termina normalizando la corrupción y allanando el camino para el autoritarismo.
El Salvador necesita recuperar la idea de que la política puede ser un espacio de servicio y no solo de saqueo. Necesita memoria, criterio y valentía para distinguir entre la corrupción del sistema y la existencia de la honestidad. Resistirse al cinismo que quiere convencernos de que la decencia es una rareza irrelevante es fundamental para combatir la corrupción de manera efectiva.
La honestidad, como el cisne en el estanque de las sombras, no debe permitir que el agua oscura de la corrupción profane el armiño de sus alas. Reconocer su existencia es la única forma seria de enfrentar los abusos del poder y recuperar la esperanza en la política.









