Bajo la aparente belleza de los venados chital que deambulan por los potreros de Doradal, Antioquia, se esconde una problemática ambiental en ascenso para Colombia. Estos mamíferos asiáticos, introducidos de forma ilegal por Pablo Escobar hace casi 40 años, han pasado inadvertidos ante el escrutinio que tradicionalmente ha acaparado el caso de los hipopótamos de la Hacienda Nápoles.
Ahora, su presencia despierta inquietud entre autoridades ambientales y productores locales por el impacto potencial que su proliferación podría desencadenar en los frágiles ecosistemas del Magdalena Medio y la economía ganadera regional. La amenaza que plantean los chitales no es menor si se considera la experiencia internacional, donde ya han logrado desplazar a especies autóctonas, alterando el equilibrio ecológico.
En los campos ganaderos de Doradal, han comenzado a modificarse los ciclos de regeneración del pasto, un insumo fundamental para la producción bovina. "El venado puede dañar la rotación del pasto, porque no deja retoñar el pasto", advierte un testimonio local, anticipando escenarios similares a los vividos en otros países.
El control de esta especie exótica ha resultado complejo. La esterilización química a distancia y la captura directa implican graves riesgos para los animales. Además, el desconocimiento sobre el impacto real de los chitales es considerable, ya que las autoridades admiten que "no lo hemos estudiado nada".
Para intentar dimensionar la invasión, las autoridades apelan a la ciencia participativa, involucrando a las comunidades locales en la recolección de información sobre los avistamientos y movimientos de las manadas. Mientras tanto, los chitales, conocidos popularmente como "narcovenados", se han convertido en un atractivo turístico para ciertos hoteles de lujo de la región.
Esta imagen contrasta con la urgencia ambiental que implican, recordando que la intervención tardía frente a especies invasoras termina transformando su gestión en una tarea monumental para el país.












