La Navidad es una época que nos invita a la reflexión y a contemplar los misterios más profundos de la existencia. En las palabras finales de "Las Crónicas de Narnia", el autor C.S. Lewis nos presenta una imagen que captura la esencia de esta celebración: un pequeño y humilde establo que, en su interior, contiene un mundo infinito.
Esta paradoja entre lo pequeño y lo infinito se repite en la historia del nacimiento de Jesús en Belén. Así como el establo de Narnia era la puerta a la eternidad, el pesebre de Belén albergó en la fragilidad de un bebé a la Divinidad misma; al Creador del universo en el lugar más sencillo.
Ambas historias nos recuerdan que, a menudo, es en los lugares menos pensados, en las circunstancias más humildes y en nuestros momentos de mayor vulnerabilidad, donde reside la verdad más profunda y la esperanza más inquebrantable. Lewis nos invita a una reflexión permanente sobre nuestra propia realidad, a no dejarnos engañar por las apariencias y a estar atentos a esos pequeños detalles que pueden abrir la puerta a lo eterno.
La Navidad es, precisamente, la celebración de este misterio. En la fragilidad de un bebé, Dios se hizo presente en la historia de la humanidad para revelar su amor infinito. Y así como el establo de Belén albergó al Creador del universo, Lewis nos recuerda que, a veces, basta con cruzar la puerta de un humilde establo para encontrar el universo entero.
Esta paradoja entre lo pequeño y lo infinito es una invitación a mirar más allá de las apariencias, a no dejarnos engañar por lo que el mundo considera importante y a estar atentos a esos detalles que, a menudo, encierran las verdades más profundas. La Navidad nos recuerda que la grandeza se esconde en la sencillez, que la esperanza brota en medio de la adversidad y que la eternidad puede albergarse en lo más pequeño.











