Cuando era niño, el hogar de mis padres en la Ciudad de México tenía un comedor tallado, con sillas altas y una mesa impresionante. Este mueble solo se utilizaba en ocasiones especiales, como Nochebuena o el cumpleaños de mi hermana. Mi madre, una mujer increíblemente cuidadosa, podía percibir cualquier rayón que se hiciera en los muebles.
Con el paso del tiempo, llegaron los nietos. Un día, miré a dos de mis sobrinos montar una red en esa mesa para jugar "ping pong". Cuando miré a mi madre con asombro, una sonrisa muy especial iluminó su rostro. "Que lo disfruten", me dijo, "total, ¿para qué servirá mejor que para verlos felices?".
Esta anécdota refleja el aprendizaje que tuve cuando, a mi vez, me convertí en abuelo junto a mi esposa Margarita. Permitimos a los nietos hacer cosas que a los hijos no les pasábamos fácilmente. Los veíamos felices, jugando dentro de la casa, con sus carritos, riendo y alborotando por el comedor y la sala.
No quiero decir que no se deban cuidar las cosas ni enseñar buenos hábitos a los pequeños. Lo que quiero dejar claro es que son las personas las que le dan valor a las cosas, y no al revés. ¿Cuánto nos llevaremos el día que partamos de esta vida? Dentro de cien años, no tendrá importancia el monto de nuestra cuenta bancaria, ni qué clase de automóvil conducimos hoy en día, ni siquiera lo importantes que creemos ser.
Lo que realmente marcará la diferencia es si supimos influir, para bien, en la vida de los niños y en su felicidad. Por eso, decidí cada día ser feliz y hacer felices a las personas que me rodean. Esto le dará realmente significado a mi vida. No amargándole la vida a los demás, incluso a esa gente que prometió un día hacer feliz, como esposa e hijos, sino disfrutando de los momentos y valorando a la gente por sobre las cosas.
