La República Dominicana se ha convertido en un paradigma de la corrupción institucionalizada. Lejos de ser un problema aislado, la malversación de fondos públicos se ha convertido en el método de gobierno de la clase política, que ha logrado infiltrar y controlar los mecanismos del Estado a su favor.
Un reciente informe del Ministerio Público revela que una estructura criminal dentro del Servicio Nacional de Salud Animal (Senasa) habría desfalcado más de 15.000 millones de pesos dominicanos mediante sobornos y pagos irregulares. Esta no es más que la punta del iceberg de un sistema que ha hecho de la corrupción su modus operandi.
La corrupción ha dejado de ser un problema para convertirse en la columna vertebral del poder político en República Dominicana. Lejos de combatirla o intentar ocultarla, la clase dirigente la gestiona y la utiliza como una eficaz herramienta para acelerar sus propósitos y afianzar su control.
El deterioro institucional no es fruto del azar, sino el resultado de una "obra nacional" cuidadosamente diseñada por una élite política que habla de moral como recurso retórico, pero la abandona en cuanto asume funciones. La "glamurosa corrupción de Estado" lubrica complicidades y asegura que nada opere sin el correspondiente peaje mafioso.
Desde los estratos más bajos hasta las cumbres del poder, la lógica de este sistema político en crisis es implacable: todo se compra, todo se negocia, todo se perdona. El saqueo de los recursos públicos no solo enriquece a una cúpula económica y política, sino que también financia la compra de conciencias, el envilecimiento social y la construcción mediática de realidades paralelas.
Las protestas populares son un plebiscito callejero contra esta mafia política y económica oficialista. El robo duele, pero la burla incendia. Si el gobierno persiste en su sordera estructural, la crisis se profundizará aún más, poniendo en jaque la frágil democracia dominicana.
