En los últimos días de mayo de 1990, algo empezó a resquebrajar la aparente calma del Ecuador. No fue un estallido súbito ni una proclama altisonante, sino un gesto cargado de simbolismo: la toma de la Iglesia de Santo Domingo, en el corazón del Centro Histórico de Quito. Desde ese templo, los pueblos y nacionalidades indígenas enviaron una carta al presidente de la República, Rodrigo Borja, reclamando el derecho a la tierra, cuestionando el modelo agroexportador, denunciando el peso de la deuda externa y rechazando el respaldo estatal a los grandes grupos empresariales en detrimento de los campesinos. También advertían sobre la contaminación petrolera en la Amazonía, un problema entonces marginal en el debate público, pero ya central para quienes lo padecían. Aquella carta anunciaba, sin decirlo abiertamente, que el país estaba a punto de cambiar.
Pocos días después, la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie) proclamó el Levantamiento Indígena Nacional. No se trataba solo de protestas: implicaba la ocupación de tierras de grandes haciendas, reivindicadas como territorios históricamente usurpados. Para los dirigentes indígenas, aquello no era una invasión, sino una restitución.
La madrugada del 4 de junio marcó el punto de inflexión. En siete provincias de la Sierra, los caminos amanecieron cerrados y la Panamericana, columna vertebral del país, fue bloqueada en numerosos tramos. En los días siguientes, los cortes se extendieron a Azuay, Loja y la región Amazónica. También hubo tomas de haciendas y de algunos edificios públicos en capitales provinciales. Ecuador quedó paralizado.
Las demandas eran claras y profundas: legalización gratuita de tierras y territorios para las nacionalidades indígenas; acceso al agua para riego y consumo; políticas contra la contaminación; la declaratoria del Estado plurinacional; recursos para educación biling e; reconocimiento oficial de la medicina indígena; precios justos para los productos campesinos y autonomía para su comercialización. A ello se sumaba la exigencia de expulsar al Instituto Ling ístico de Verano, visto como un instrumento de penetración cultural.
El levantamiento se extendió hasta el 11 de junio y sorprendió al gobierno socialdemócrata de Rodrigo Borja por su carácter masivo y organizado. Ante la magnitud de la protesta, el Ejecutivo recurrió a la mediación de la Iglesia, pero el diálogo se prolongó durante meses sin resultados concretos. Declaraciones presidenciales que calificaban a los indígenas de "mal agradecidos" y manipulados por "agitadores profesionales" terminaron por erosionar la confianza.
A pesar de sus límites, el levantamiento de 1990 marcó un antes y un después. Como señaló la propia Conaie, fue la irrupción del movimiento indígena como actor político nacional, con conciencia de su identidad cultural, histórica y política. El país empezó a debatir su carácter plurinacional, multicultural y multiétnico. Universidades, organizaciones sociales y espacios políticos se vieron obligados a repensar el Ecuador.
Hoy, aunque la Constitución reconoce al Ecuador como Estado plurinacional, la brecha entre el texto y la realidad persiste. Sin embargo, desde junio de 1990 la política ecuatoriana ya no puede pensarse sin el movimiento indígena. Aquel levantamiento no solo paralizó carreteras: sacudió conciencias y reconfiguró el mapa del poder en el país.












