La reciente elección presidencial en Chile ha dejado una importante lección de madurez democrática para México. A diferencia de lo que suele ocurrir en nuestro país, donde los candidatos y partidos se resisten a aceptar los resultados adversos, invocando supuestas trampas o conspiraciones, el gobierno chileno y su candidata reconocieron de inmediato el triunfo del opositor.
Esta actitud de reconciliación y respeto a la decisión ciudadana manifiesta en las urnas contrasta con la precaria cultura democrática que ha prevalecido en México. Aquí, los perdedores suelen cuestionar la legitimidad de los resultados, incluso cuando las elecciones han sido organizadas de manera impecable por los organismos electorales.
Tal fue el caso en 1988, cuando el candidato del PRI, Carlos Salinas de Gortari, resultó victorioso en medio de acusaciones de fraude. Siete años después, en 2006, la estrecha diferencia entre Felipe Calderón y Andrés Manuel López Obrador también dio pie a una disputa por la legitimidad del triunfo panista.
Hoy, el obradorismo exhibe una pulsión autoritaria que amenaza con socavar las instituciones democráticas y las libertades, en nombre de una supuesta lucha contra la corrupción. La destrucción de la autonomía de los órganos electorales y del Poder Judicial es un claro ejemplo de ello.
La lección de Chile debe servir de inspiración para que en México se respete la voluntad popular expresada en las urnas, sin importar el resultado. Solo así podremos transitar por la normalidad democrática y consolidar un sistema político en el que el voto sea verdaderamente la mejor vía para resolver la competencia por el poder.

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