La Navidad es una época de gran trascendencia en el mundo cristiano, pero que a menudo se ve distorsionada por el consumismo y la lógica del tener. Sin embargo, este texto nos recuerda que el nacimiento de Jesús trae consigo un llamado a la transformación que comienza en la humildad y el silencio, no en el ruido ni el derroche.
La Navidad simboliza un renacer en la esperanza, una oportunidad para olvidar los desagravios, ofrecer disculpas y abrazar la paz, la bondad y la reconciliación que el mundo tanto necesita. Jesús no nace en un palacio, sino en un pesebre, enseñándonos que lo divino habita también en lo sencillo y lo pobre, donde la alegría es más diáfana y espontánea.
Si bien no podemos ignorar la profunda distorsión que el mercado, el consumo y el capitalismo han impreso en esta fecha, convirtiéndola en un escenario de enajenación y artificio, se vuelve imperativo oponer a esta deriva nuestros principios más esenciales: la unidad familiar, la amistad auténtica y la comunidad como espacio de mutuo reconocimiento.
La Navidad desmiente la opulencia y exalta la sencillez, la unidad y el amor. Es una ocasión para mirar de frente una de las grandes paradojas contemporáneas: la coexistencia de la riqueza y la pobreza. Opuestos que encuentran un punto de inflexión en la solidaridad, no sólo en esta fecha, sino en el compromiso cotidiano de acortar las brechas que separan a unos de otros.
Bienvenidos sean, entonces, los encuentros familiares y de amistad que esta celebración convoca. Que sirvan para reforzar la unidad, limar asperezas y fortalecer el amor. Que el Niño que llega este mes encuentre en nuestros corazones un lugar donde seguir iluminando la vida, para renacer con alegría y reafirmar nuestra filogénesis y amistad, esa que ha crecido en silencio, como el invisible aire que nos sostiene.











