La promesa del esfuerzo individual, instalada en el modelo neoliberal chileno, terminó legitimando desigualdades estructurales y abriendo espacio a discursos autoritarios en el escenario electoral actual. Según la socióloga autora de esta columna, cuando la meritocracia fracasa y no es reemplazada por un horizonte de justicia más inclusivo, se convierte en terreno fértil para proyectos autoritarios.
La meritocracia se ha consolidado como uno de los principales relatos legitimadores del orden social en Chile durante las últimas décadas. La idea de que el esfuerzo individual y el talento bastan para explicar el éxito o el fracaso ha permeado la educación, el trabajo y el debate público. Sin embargo, un análisis más detenido muestra que este principio, lejos de operar como un mecanismo de justicia social, funciona como un dispositivo que naturaliza y legitima las desigualdades estructurales.
Desde una perspectiva crítica, el mérito no puede entenderse como un atributo puramente individual, ya que el desempeño individual está condicionado por factores que exceden la voluntad personal, como el origen socioeconómico, la calidad de la educación recibida, las redes sociales, el género y el acceso a recursos materiales y simbólicos. Evaluar trayectorias como si estos factores no existieran no corrige la desigualdad, sino que la vuelve invisible.
En Chile, la meritocracia se fortaleció de la mano del modelo neoliberal. La educación fue organizada bajo lógicas de mercado, promoviendo la competencia individual como valor central y situando el esfuerzo personal como la principal explicación del logro educativo. No obstante, la evidencia es consistente: el sistema escolar reproduce las desigualdades de origen y los resultados educativos se correlacionan estrechamente con el nivel socioeconómico de las familias. La promesa de igualdad de oportunidades convive así con una estructura que distribuye desigualmente las condiciones de partida.
Cuando amplios sectores sociales internalizan el relato del esfuerzo personal y aun así no logran movilidad social ni estabilidad económica, se genera una brecha entre las expectativas y la realidad. Esa brecha se traduce en frustración, desafección institucional y pérdida de confianza en la promesa democrática de igualdad. Es en este contexto que el avance de la ultraderecha en Chile, con José Antonio Kast como uno de sus principales referentes, no puede analizarse únicamente como un fenómeno ideológico o cultural, sino también como expresión de un malestar social acumulado, producido por un modelo que prometió movilidad social y entregó precariedad.
Cuando el esfuerzo deja de ser una vía creíble de progreso, emergen discursos que ofrecen orden, jerarquía y respuestas punitivas ante problemas estructurales. La ultraderecha logra canalizar la frustración social desplazando la responsabilidad del sistema a determinados actores, como el Estado, las políticas redistributivas, los movimientos feministas y los enfoques de derechos.
El análisis desde una perspectiva de género también permite profundizar en esta crítica. Aunque las mujeres han incrementado significativamente su acceso a la educación superior, ello no se ha traducido en igualdad de condiciones en el mercado laboral ni en el reconocimiento del trabajo que realizan. Persisten la segmentación ocupacional, la brecha salarial y la penalización asociada a la maternidad y a las responsabilidades de cuidado.
En este contexto, cuestionar la meritocracia no implica renunciar a la evaluación ni desconocer el valor del compromiso personal, sino reconocer que, sin redistribución material y sin el reconocimiento de las desigualdades estructurales, el mérito deja de ser un principio de justicia. Implica también abrir el debate sobre modelos alternativos que valoren lo colectivo, el cuidado y la interdependencia como pilares de una democracia sustantiva.












