Por Alonso Rosales, periodista, filósofo y poeta
A veces la vida tiene una manera extraña de recordarnos quiénes somos. No lo hace con discursos, ni con libros, ni con los salones iluminados donde suelen conversar los poderosos. Lo hace de golpe, con un sacudón suave o violento, empujándonos hacia lugares donde jamás imaginamos dormir, respirar o encontrar la paz.
Eso fue lo que me sucedió cuando, hace algunos años, decidí dejar atrás la comodidad de mi escritorio en la ciudad y adentrarme en las calles polvorientas de Santiago de María, un pequeño pueblo en el corazón de El Salvador. Allí, entre los humildes habitantes de esa comunidad, encontré mucho más que una simple historia por cubrir; encontré una lección de vida que ha marcado para siempre la forma en que veo el mundo.
Recuerdo con claridad aquel primer día, cuando crucé el umbral de una modesta vivienda y fui recibido con una sonrisa cálida y unos ojos que parecían esconder siglos de sabiduría. La familia que me acogió, compuesta por una anciana, sus hijos y nietos, vivía en condiciones que para mí hubiesen sido impensables. Sin embargo, la sensación de paz y armonía que se respiraba en aquel hogar me hizo comprender que la riqueza no se mide en bienes materiales, sino en la fortaleza del espíritu y la profundidad de los vínculos humanos.
A medida que pasaban los días, fui testigo de cómo esas personas, a pesar de sus carencias, encontraban motivos para celebrar la vida. Compartían sus exiguos recursos con una generosidad que me dejaba sin aliento, y se ayudaban mutuamente con una naturalidad que parecía brotar de lo más profundo de sus almas.
Fue entonces cuando comprendí que mi verdadera misión allí no era la de un periodista en busca de una noticia, sino la de un aprendiz ávido por absorber las lecciones que esa comunidad tenía para ofrecerme. Aprendí a valorar lo esencial, a disfrutar de los pequeños placeres, a encontrar la belleza en medio de la sencillez. Y, sobre todo, aprendí que la felicidad no se encuentra en la acumulación de bienes, sino en la capacidad de conectar con los demás y encontrar la paz interior.
Hoy, cuando miro hacia atrás, sé que mi paso por Santiago de María no solo me brindó una historia por contar, sino que me transformó como persona. Me convertí en un guerrero, no de las armas, sino de la empatía y la compasión. Y sé que, en algún rincón de mi corazón, siempre tendré un pedazo de ese humilde pueblo que me enseñó que la verdadera riqueza está en el alma.









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