En un mundo donde el bienestar se ha convertido en un negocio y la terapia promete curarlo todo, la esperanza se mira con sospecha. Algunos la consideran ingenua, un ideal imposible o una confianza mal depositada. Sin embargo, la esperanza es mucho más que eso.
La esperanza no nos aleja de la realidad, sino que la ilumina. Nos inspira a creer que un mundo mejor es posible, nos permite ver los matices, reconocer que todas las personas tienen algo que ofrecer, algo que celebrar y algo por lo que soñar. En un país donde todo se siente incierto, la esperanza nos une, nos hace dolernos con el dolor ajeno y soltar la indiferencia que nos han vendido como escudo.
En este contexto, la Navidad se presenta como una oportunidad para revalorizar el significado de la esperanza. Esa fecha que se nos vende como felicidad, paz y conciliación, puede ser el momento perfecto para recordar que el amor tiene formas, se expresa y llega cuando más lo necesitamos.
Nadie puede delegar en otra persona la tarea de resolver su malestar o su vida, es cierto. Pero la esperanza nos recuerda que podemos esperar del otro un gesto de humanidad: el abrazo solidario, el compartir, el cuidar, la empatía. Esa esperanza es la que nos mantiene vivos, la que nos impulsa a creer que, incluso en los momentos más inciertos, un mundo mejor es posible.
Así, en este Navidad, en medio de la incertidumbre que nos rodea, la esperanza se erige como un regalo invaluable. Un regalo que ilumina la realidad y nos recuerda que, juntos, podemos construir un futuro más justo, solidario y lleno de amor.












