En un mundo cada vez más acelerado y dominado por la productividad, el consumismo y las demandas laborales, muchas personas han perdido la capacidad de disfrutar de los pequeños placeres y momentos de la vida. La autora de este texto reflexiona sobre cómo hemos llegado a este punto y nos invita a recuperar la pausa, a decir "basta" y a recordar que la dignidad no se mide por lo que tenemos, sino por lo que somos.
Hace no mucho tiempo, el trabajo era visto como un medio para sostener la vida, no para consumirla. Recuerda la autora esos momentos simples que parecían eternos: tumbarse en una hamaca, escuchar la lluvia, conversar con un vecino sin mirar el reloj. Eran instantes sin "productividad", sin métricas, sin la ansiedad de estar siempre corriendo detrás de algo.
Hoy en día, en cambio, nos hemos convertido en una maquinaria que no se detiene. Los días se nos van en jornadas extenuantes, respondiendo correos, cumpliendo exigencias interminables y tratando de llenar expectativas que desconocemos. Trabajamos para vivir, pero cada vez más vivimos para trabajar.
En medio de este ritmo frenético, el consumismo se ha vuelto un espejismo brillante, una promesa vacía. Se nos ha convencido de que la dignidad se mide por lo que podemos comprar, no por la calidad de vida que construimos. Las casas se llenan de compras impulsivas y las agendas, de responsabilidades ajenas, mientras nuestra salud física y emocional se desgasta silenciosamente.
La autora se pregunta en qué momento dejamos de lado nuestra propia vida para complacer a un sistema que nunca estará satisfecho. Tal vez sea hora de recuperar la pausa, de aprender a decir "basta" y de recordar que no somos máquinas, que la dignidad no se mide por lo que tenemos, sino por lo que somos.
No se trata de demonizar el trabajo ni el progreso, sino de recordarnos que la vida no está en las metas productivas, sino en esos pequeños momentos que todavía podemos rescatar si decidimos detenernos a vivirlos.
