El caso que involucra al doctor Santiago Hazim y al Seguro Nacional de Salud (Senasa) ha conmocionado a la República Dominicana. Hazim, quien padece de esclerosis múltiple, enfrenta acusaciones de haber desviado fondos de la institución que debía proteger a los más vulnerables.
Senasa no es un seguro más, sino la única opción de atención médica para miles de dominicanos de escasos recursos. Madres solteras, niños con enfermedades crónicas, adultos mayores dependientes de medicamentos mensuales y personas con discapacidad dependen de esta institución para su supervivencia. Por eso, las revelaciones sobre los presuntos lujos y excesos del doctor Hazim han generado una profunda indignación en la sociedad.
Si bien se reconoce que Hazim padece una enfermedad crónica y compleja, que sin duda afecta su vida y la de su familia, esto no justifica las acciones que se le imputan. Como médico, Hazim hizo un juramento de proteger la vida, no de ponerla en riesgo. Y como servidor público, debía administrar los recursos de Senasa con ética, humanidad y responsabilidad, pensando en los más vulnerables.
Las preguntas que surgen son inevitables: ¿Cómo alguien que conoce en carne propia la importancia de la atención médica oportuna puede estar involucrado en acciones que comprometen el acceso a la salud de otros? ¿Quién pensó en los enfermos que esperaban una autorización o un medicamento que nunca llegó? ¿En quienes dependían exclusivamente de Senasa para seguir viviendo?
Este caso pone en entredicho la confianza pública depositada en el doctor Hazim y en la institución que él representaba. Los servidores públicos trabajan para la ciudadanía, y deben rendir cuentas por el manejo de los recursos que no les pertenecen. La salud no admite privilegios, y las promesas hechas a los más necesitados deben protegerse con la mayor responsabilidad.
Ahora, más que nunca, se exige la verdad. No desde el odio o la condena anticipada, sino desde el dolor colectivo de quienes han sufrido y dependido de un sistema que debía cuidarlos. Porque Senasa no es un privilegio, sino una promesa de cuidado, dignidad y vida que no puede ser quebrantada.












