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Venezolanos enfrentan incertidumbre y esperanza en la Navidad tras años de crisis

Venezolanos enfrentan incertidumbre y esperanza en la Navidad tras años de crisis
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La esperanza de un mejor vivir mantiene en vela a los venezolanos cada año por estas fechas. Diciembre no es solo el cierre del calendario; es también el mes donde la memoria afectiva se activa con más fuerza, donde familia, tradición y reencuentro se convierten en refugio frente a una realidad cada vez más áspera. Sin embargo, con el paso de los años, esa carga simbólica ha ido conviviendo con una sensación más profunda y persistente: la incertidumbre.

La llamada revolución, que prometió redención social y justicia histórica, ha terminado produciendo el efecto contrario. No solo deterioró la economía y las instituciones, sino que erosionó algo más delicado: la confianza en el mañana. Hoy, millones de venezolanos viven atrapados entre el recuerdo de lo que fue y la duda permanente sobre si algún día será posible reconstruir un país próspero, con seguridad jurídica, cohesión social y reglas claras para todos.

Hannah Arendt advertía que cuando el poder destruye las normas que organizan la vida común, el individuo queda desprotegido no solo legalmente, sino existencialmente. La ausencia de un marco estable convierte la vida cotidiana en un ejercicio de supervivencia, donde el futuro deja de ser un proyecto compartido y se transforma en una amenaza difusa. Venezuela parece haber transitado ese camino: el quiebre del Estado de derecho no solo vació de contenido a las instituciones, sino que debilitó el sentido de pertenencia y de expectativa colectiva.

A esa fractura se suma lo que Zygmunt Bauman, sociólogo y filósofo polaco, describió como la inseguridad permanente de las sociedades sin certezas. Cuando el Estado deja de ofrecer garantías mínimas, la vida se vuelve frágil, líquida, marcada por la ansiedad y el temor al día siguiente. En ese contexto, la esperanza no desaparece, pero se vuelve intermitente, se refugia en lo íntimo, en lo familiar, en pequeños rituales como la Navidad, que funcionan más como resistencia emocional que como celebración plena.

Por eso diciembre en Venezuela es una mezcla contradictoria de luces y sombras. Hay mesas más sencillas, ausencias que duelen, migraciones que fragmentaron hogares y un país que aún no logra reencontrarse consigo mismo. Pero también hay una obstinación silenciosa por seguir creyendo, por no renunciar del todo a la idea de futuro. Esa persistencia, aunque cansada, sigue siendo un capital moral invaluable.

La política fracasó cuando convirtió la promesa de transformación en un relato vacío, incapaz de traducirse en bienestar real. Sin embargo, la sociedad no ha renunciado completamente a su derecho a esperar. Allí radica una lección profunda para este fin de año: la esperanza no puede delegarse ni administrarse desde el poder; nace y se sostiene en la convicción ciudadana de que ningún proyecto autoritario es eterno y que toda crisis, por larga que sea, puede ser superada.

Cerrar el año no implica negar la realidad ni romantizar el sufrimiento. Implica, más bien, asumir con lucidez lo vivido y reafirmar una certeza fundamental: la esperanza no es ingenuidad, es resistencia. Mientras exista la voluntad de reconstruir, de reencontrarse con la democracia, con la justicia y con la dignidad, Venezuela seguirá teniendo futuro. Y esa convicción, incluso en los tiempos más oscuros, no debe perderse nunca.

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