Recuerdo cuando era pequeño y los videojuegos te permitían elegir el nivel de dificultad: easy, medium o hard. En el primero, los enemigos parecían tener la puntería de los Stormtroopers de Star Wars; en el segundo había cierto reto, pero se podía avanzar sin mucho esfuerzo. Y luego estaba el hard mode: reservado para quienes se atrevían a fallar una y otra vez hasta entender, con paciencia, las reglas ocultas.
No sé en qué momento exacto lo noté, pero llevo un tiempo pensando que en Ecuador muchos jugamos la vida en ese modo difícil desde el principio. No es que lo hayamos escogido, pero nos tocó. Y aquí estamos, viviendo cada día como si fuera una pantalla nueva sin opción de guardar partida, sin tutorial, sin atajos.
Frases como "Si sabes manejar en Ecuador, sabes manejar en cualquier parte del mundo" reflejan ese sentir colectivo. No hablamos solo del tráfico. Hablamos de la vida misma: de sortear obstáculos, de tomar decisiones con un ojo en el presente y otro en la incertidumbre. De salir a la calle con el radar encendido, cuidando cada movimiento, evitando dar papaya. De vivir con el instinto alerta, como si estuviéramos constantemente en una misión secundaria donde cualquier paso en falso puede costar caro.
Hasta lo cotidiano puede sentirse como un juego sin instrucciones. Hacer un trámite, por ejemplo, puede parecerse a esas pantallas confusas donde no sabes cuál es el objetivo ni con quién debes hablar. A veces no gana el que cumple los requisitos, sino el que descifra las reglas no escritas del sistema. Y aunque hay funcionarios que hacen su trabajo con compromiso, hay días en que uno siente que el azar pesa más que la ley.
Y, sin embargo, seguimos. Nos volvemos expertos en esquivar balas literal y metafóricamente , en detectar peligros con una mirada, en adaptarnos a cortes de luz, a cambios de Gobierno, a normas que se escriben y se borran en tiempo real. Hemos desarrollado una especie de resiliencia entrenada a punta de golpes. Una destreza para resistir que también cansa.
Quizás lo que más me desconcierta es cómo hemos aprendido a proteger nuestra tranquilidad con mecanismos casi automáticos. Cuando ocurre una tragedia asalto, asesinato buscamos de inmediato una explicación que nos aleje del riesgo: "Algo raro debía estar haciendo". No es juicio. Es autopreservación. Una forma de convencernos de que, si no nos metemos "en eso", estaremos a salvo. Es, quizás, nuestra forma de encontrar paz en medio del caos.
Vivir en hard mode no es solo sobrevivir. Es aprender a funcionar en lo anormal como si fuera lo normal. Y eso, de alguna manera, es un mérito. Pero también debería llevarnos a preguntarnos: ¿hasta cuándo?, ¿cuánto más se puede aguantar sin que algo dentro se desgaste?, ¿cuál será ese punto de ebullición en el que ya no baste con adaptarse?
No tengo las respuestas. Solo sé que, mientras en otros lados se juega en modo easy o medium, nosotros seguimos apretando los botones del control con las manos sudadas, esperando pasar al siguiente nivel, sin saber si habrá una nueva vida o si nos tocará, como siempre, volver a empezar desde cero.
Y aun así, seguimos.











