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La Navidad en tiempos de crisis: Reflexiones sobre el futuro de Bolivia

La Navidad en tiempos de crisis: Reflexiones sobre el futuro de Bolivia

La Navidad suele llegar envuelta en un lenguaje conocido: luces, villancicos, mesas abundantes, promesas de paz. Año tras año repetimos los gestos como si en esa reiteración hubiera un conjuro capaz de protegernos del desorden del mundo. Sin embargo, hay momentos en la historia y este diciembre es uno de ellos en los que la Navidad ya no puede limitarse a ser una ceremonia del consuelo. Está llamada, más bien, a convertirse en una pregunta incómoda.

En Santa Cruz, la ciudad que aprendió a crecer mirando al cielo con optimismo y al suelo con ambición, la Navidad llega entre aguas desbordadas. Calles convertidas en ríos, comunidades anegadas, familias que han debido levantar sus pertenencias para salvar lo poco que queda seco. El agua, que siempre fue promesa de vida, hoy se nos presenta como advertencia. No es solo lluvia: es el síntoma visible de un desequilibrio más profundo que preferimos no nombrar con demasiada frecuencia. Cambio climático, decimos, como si al pronunciarlo en voz baja perdiéramos menos.

Pero la filosofía esa antigua costumbre de no aceptar las palabras sin examinarlas nos recuerda que los fenómenos no son neutros. Las inundaciones no son únicamente hechos naturales; son también el resultado de decisiones humanas acumuladas en el tiempo: cómo ocupamos el territorio, qué modelos de desarrollo privilegiamos, qué advertencias científicas ignoramos, qué urgencias económicas colocamos por encima del cuidado de la vida. El agua que hoy entra a las casas no cayó del cielo por azar; también subió desde el subsuelo de nuestras elecciones colectivas.

Celebrar la Navidad en este contexto exige un gesto distinto. No basta con desear "felices fiestas" mientras a pocas cuadras alguien pierde su colchón, sus documentos, la vida o la certeza de dormir bajo un techo firme. La pregunta que se impone es ética antes que religiosa: ¿qué significa hoy hablar de nacimiento, de esperanza, de salvación? ¿De qué estamos dispuestos a hacernos responsables cuando decimos que creemos en la vida?

A esta escena se suma otro acontecimiento que marca el pulso del país: Bolivia tiene un nuevo presidente. Todo cambio de liderazgo abre un paréntesis simbólico, un espacio donde la palabra "futuro" vuelve a pronunciarse con cierta fe. Sin embargo, la historia nos ha enseñado que los inicios no garantizan transformaciones, y que la esperanza sin vigilancia puede convertirse rápidamente en desencanto. La Navidad, en este sentido, también nos recuerda la fragilidad de los comienzos. Todo nacimiento es promesa, pero también vulnerabilidad.

Tal vez por eso el relato navideño original no ocurre en palacios ni bajo techos seguros. Ocurre en la intemperie, en un pesebre improvisado, en los márgenes del poder. Esa escena, leída desde hoy, nos interpela con una fuerza particular: la vida nace donde menos garantías existen, y es allí donde se pone a prueba nuestra capacidad de cuidado. ¿Qué hacemos como sociedad cuando la intemperie deja de ser metáfora y se vuelve experiencia cotidiana para miles?

Santa Cruz, con su energía vital y su histórica vocación de progreso, enfrenta un espejo incómodo. Las aguas que avanzan nos obligan a repensar la idea misma de desarrollo. ¿Puede llamarse progreso a un crecimiento que no dialoga con la naturaleza? ¿Puede haber prosperidad allí donde el territorio se vuelve invivible? La Navidad no responde estas preguntas, pero las coloca en el centro de la mesa, junto al panetón y al brindis, recordándonos que pensar también es una forma de celebrar.

Como escritora y como ciudadana, creo que la reflexión no es un lujo intelectual, sino una urgencia moral. Pensar la Navidad hoy es pensar el vínculo entre política y clima, entre consumo y cuidado, entre poder y responsabilidad. Es preguntarnos qué tipo de país queremos construir cuando el agua baje y las cámaras se apaguen. Es exigir a quienes gobiernan nuevos o antiguos que la gestión pública no sea reactiva ni cortoplacista, sino profundamente comprometida con la vida en todas sus formas.

La Navidad, entonces, puede ser algo más que una pausa emotiva en medio del caos. Puede ser un umbral. Un momento para detenernos y reconocer que el mundo que habitamos nos está hablando con señales cada vez más claras. Escucharlas implica incomodarnos, revisar hábitos, exigir políticas, pero también reconstruir una ética del cuidado que empiece en lo cotidiano y se proyecte en lo colectivo.

Quizás ese sea el verdadero sentido de esta fecha en tiempos de agua y transición política: no anestesiarnos con la nostalgia, sino atrevernos a pensar. Pensar para no repetir. Pensar para cuidar. Pensar para que la esperanza no sea un eslogan, sino una responsabilidad compartida. Porque si la Navidad significa algo, tal vez sea esto: la posibilidad siempre frágil, siempre humana de volver a empezar, esta vez, con mayor conciencia.

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