La caída de las monarquías absolutas no eliminó los privilegios de las élites, simplemente los transfirió a nuevos destinatarios. Un análisis de la teoría política y la práctica política demuestra cómo las democracias occidentales han reproducido, bajo nuevas formas, las mismas estructuras de poder que supuestamente habían superado.
La retórica de la igualdad ante la ley, la separación de poderes y la eliminación de privilegios hereditarios ha enmascarado la persistencia de mecanismos que aseguran la permanencia de las élites en el poder. Tanto en regímenes revolucionarios como en democracias liberales, los líderes han encontrado formas de blindar su posición y perpetuar sus privilegios.
En el caso de las repúblicas occidentales, el presidencialismo ha incorporado atribuciones de raíz monárquica, como el antejuicio, las prerrogativas fiscales, los indultos y facultades cuasi absolutistas, justificadas bajo la retórica del equilibrio institucional. Estas herramientas operan, en la práctica, como mecanismos de blindaje político, creando una suerte de aristocracia republicana con protocolo constitucional.
El reciente indulto del presidente de EE. UU. al expresidente hondureño condenado por la justicia estadounidense plantea un problema normativo evidente: ¿cómo reconcilia una democracia su defensa del "rule of law" con la potestad unilateral de borrar una condena firme? Esta tensión existe desde los Federalist Papers, pero en la práctica se resuelve de manera simple: se ejerce porque se puede.
El análisis de los datos oficiales de la Office of the Pardon Attorney revela una asimetría en la cobertura mediática de estos indultos presidenciales. La indignación se activa por afinidad política, no por coherencia normativa. Si el hecho es idéntico pero cambia el autor, la evaluación varía radicalmente, contradiciendo el principio básico liberal de juzgar la acción y no la identidad del agente.
Casos como el retorno a México del general Cienfuegos, acusado de narco, o la liberación y repatriación del venezolano Alex Saab mediante un canje bilateral, ilustran cómo la justicia internacional se vuelve instrumento de geopolítica, más que de imparcialidad jurídica. A ello se suman los protegidos que, tras colaborar con la justicia estadounidense, ingresan en un limbo legal donde sus países no pueden procesarlos y EE. UU. los da por juzgados.
El resultado es una justicia penetrada por razones de Estado, subordinada a intereses ejecutivos y moldeada por reglas que recuerdan, más de lo que quisiéramos admitir, las prerrogativas monárquicas absolutistas. La modernidad institucional prometió superar esos vicios; la práctica política demuestra que, en muchos casos, solo cambió el decorado.












